domingo, 24 de agosto de 2014

Diez años sin Levrero

Coincidiendo con el décimo aniversario de su muerte, se reedita Espacios libres, de Mario Levrero, que permite acercarse a rincones poco conocidos de su obra




El 30 de agosto, exactamente el sábado próximo, se cumplen 10 años de la muerte de Mario Levrero. Para algunos, el último gran escritor uruguayo del siglo XX; para otros, un artista sobrevalorado; para la Academia, un hueso duro de roer que todavía está lejos de ser canonizado.
Lo cierto es que una década después de su fallecimiento todavía se cuentan con los dedos de las manos los textos que analizan su vida y su obra, y cuando se encuentra alguno suele llegar del extranjero, como Mario Levrero para armar, de Jesús Montoya Juárez.
Cuesta entender esa indiferencia nacional a pesar de libros comoLa ciudadEl lugarParísDiario de un canallaEl discurso vacíoLa novela luminosa. Cuesta, porque además Levrero encarnaba al artista por antonomasia: irreductible en su vocación, fiel en la pobreza, soñador infatigable e intrépido, faro y modelo de los más jóvenes, generoso con el desconocido, poco amigo de los poderosos, medio loco, singular, muy talentoso.
Por suerte ese mirar para el costado no se traslada al mundo editorial (actual), ya que su obra continúa reeditándose regularmente para felicidad de los lectores. El año pasado Criatura Editora publicó sus Irrupciones y Random House MondadoriDiario de un canalla y Burdeos, 1972, lo que demuestra que Levrero está en plena forma y traspasa continentes.
Espacios libres viene a sumarse a la feliz avalancha, rescatando un libro que en 1987 compilaba textos inéditos de sus inicios como escritor y algunos más modernos y conocidos. La variedad de temas es absoluta, así como también los caminos narrativos, pero siempre con el denominador común de la escritura cuidadísima, prístina aun en los momentos más surrealistas, donde hay que abandonarse a la cadencia más que intentar seguir un hilo que se retuerce sin cesar y que amenaza a veces con ser ininteligible.
La fuerza está en el sueño y la palabra, en el desplazamiento de la realidad y en esa mano que siempre sostiene firme al lector en medio del huracán sensorial al que lo somete. Ya se observa, aun en los textos menos pretenciosos, el germen de lo que después serían sus grandes novelas.
Sorprende mucho el erotismo que atraviesa la gran mayoría de las piezas, muy patente en Nuestro iglú en el Ártico, un cuento largo donde ya está todo Levrero, Feria de pueblo, un verdadero carnaval para los sentidos, o en Apuntes de un voyeur melancólico, donde además hay mucho buen humor y varios guiños que requieren la complicidad de quien lee.
Pero puede también ponerse muy serio y lanzarse a confesiones inesperadas en medio de un texto cualquiera: “Pienso en la locura como un lugar tan cómodo y placentero que una vez alcanzado nadie querría volver a la opacidad cotidiana, a este frío y a este apego insensato a las cosas. Yo no puedo darme ese lujo”, escribe.
Son excelentes El crucificado, una variante del final agonizante de Cristo que recuerda vagamente a El evangelio según Marcos, de Jorge Luis Borges; y Capítulo XXX, casi una novela en sí mismo, donde la metamorfosis del personaje y todo lo que lo rodea es de una audacia pocas veces vista en la literatura uruguaya.
Pero es en Los muertos donde Levrero se muestra en todo su esplendor, con esa capacidad única para mezclar la realidad con lo onírico de manera tal que los planos se van fundiendo en uno solo y queda patente el postulado levreriano por excelencia: que lo etéreo es tan legítimo e irrefutable como la realidad misma, que lo que nace y habita en el interior de las personas pesa tanto como un barco o un edificio. Que el alma existe.

http://www.elobservador.com.uy/noticia

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